domingo, 17 de mayo de 2009

Espectadores y no consumidores


Nara Mansur - desde Buenos Aires

En relación al teatro las preguntas más comunes y urgentes o las que todavía tienen vigencia para artistas y espectadores (críticos, especialistas o no) parecen ser las de siempre, las más antiguas e ingenuas ¿Por qué hacer teatro? ¿Qué me dice esta obra, de qué habla? ¿Por qué juntarme con estas personas para hacer una obra o por qué ir al teatro junto a estas personas?
El carácter autorreferencial de la mayoría de las obras de teatro contemporáneo agregan sentido a la primera de las preguntas, como si hiciera falta seguir dando explicaciones más allá de saberse gratuita y arbitraria la elección artística. Hacer teatro se identifica con actos de resistencia y revulsión, incluso en los segmentos más reconocidos (premios, festivales, coproducciones) del sector llamado independiente o alternativo, porque están insertos de todas maneras –aun siendo mimados por la crítica y la academia– en un ¿circuito? marginal.
En algunas de las salas de la calle Corrientes sobreviven muy saludablemente los enlatados (High School Musical, Hairspray, entre los más recientes) y las revistas armadas para modelos y vedettes (Gerardo Sofovich sería el productor-director líder de estos emprendimientos, ampliamente mediatizados), junto a teatros y centros culturales ideológicamente en las antípodas: el Centro Cultural de la Cooperación, el Teatro San Martín, por ejemplo. Las salas alternativas desplegadas en barrios como Almagro, Palermo o Villa Crespo son a la vez sinónimo de sofisticación y prestigio y conservan un vertiginoso ritmo de estrenos y nombres nuevos de manera asombrosa y eficaz.
Vamos a recorrer tres de estos puntos en el mapa del teatro alternativo, que se entrena también en la autogestión, aunque muchas veces sea subsidiado por el Instituto Nacional del Teatro, reciba importantes premios internacionales o se trate de coproducciones…
¿Por qué se habla tanto en la mayoría de las obras de teatro que podemos ver en la cartelera de Buenos Aires? ¿De qué sustancia están hechas esas palabras? Los personajes mayormente son actos de habla, discurso. La argumentación de la elección conceptual o como gusta decirse (y es otra palabra que se convirtió en tópico y todavía es modelo de construcción), del procedimiento, pasa en una gran parte de los artistas por la construcción de oralidad. La crítica le sigue los pasos y asume el desafío que le supone este diálogo… ¿estaba preparada? ¿De qué hablan los críticos? ¿Acompañan a los artistas y/o en muchos casos adelantan y proponen ellos mismos estrategias conceptuales con las que confirman un lugar de construcción de sentido y diálogo? Parecen todas variantes dramatúrgicas, dialógicas.
Hay más palabras que sentido en ambos predios. Declamación de nuevo tipo. Al parecer algo así uno pensaría que sucede en la tras-escena de Teatro para pájaros, de Daniel Veronese, un espectáculo en el que se habla todo el tiempo de teatro, los personajes son lugares reconocidos de esa trama y la parodia refuerza las intenciones de legibilidad. Hace legible que el teatro es un padecimiento. Cierta ética masacrada, lugares comunes,… muchos lugares comunes de las relaciones humanas en el medio. Uno piensa en Los físicos de Dürrenmatt y en una obra por escribirse: Los teatrólogos. Una combinatoria de las ideas de los artistas para conseguir un lugar en un casting, de los representantes, productores, actores que quieren escribir teatro y la obra se construye precisamente de lo que cada uno cuenta y de lo que no contarían (trash): “el material que yo produzco”, dice uno de los personajes. Autorreferencial, intensamente energética, se trata de una obra que habla de actores hablada por ellos mismos, en la que la crítica aparece también como alegoría o contradicción con la que se trabaja escénicamente: “el teatro que se entiende no sirve”, “se trata de una dramaturgia de cajas chinas, una cinta de Moebius”, etc… “Tenía ganas de que hubiese teatro dentro del teatro, una escena que podía ser imaginada o escrita por alguno de los personajes o bien que formase parte del pasado de alguno de ellos”, respondía Daniel Veronese a Página 12 unos días después del estreno.
Teatro para pájaros
¿Experimentar? ¿Persistir haciendo teatro en las condiciones que exige el predio experimental, que casi nunca da para vivir con dignidad y de hecho la mayoría de los artistas son en gran medida aficionados porque dedican gran parte de su día a otros trabajos? ¿Por qué uno se ríe todo el tiempo de la verborragia infinita de estos personajes, más allá de la puesta en crisis de su más delicada condición vital? Veronese subraya la juventud de los personajes de Teatro para pájaros, la posibilidad de que tengan segundas y más oportunidades de triunfo, habla del deseo de trascendencia de los artistas, de los artistas jóvenes. Uno piensa inmediatamente en los actores Max Berliner y Pochi Ducasse más que en los personajes (Nagg y Nell) que representan en Fin de partida, el texto de Samuel Beckett que han llevado a escena Pompeyo Audivert y Lorenzo Quinteros, con sus menudos cuerpos saliendo, boqueando de un par de barriles (los padres, los viejos actores que salen a jugar otra vez). Trascender no es una palabra de la parodia sino más bien del drama, es una palabra con pátina. Max Berliner tiene ochenta y ocho años. Las operaciones de cirugía plástica son otra de las constantes del mundo mediatizado, el telespectador se confronta con el antes y el después de muchas actrices y vedettes y algunas de las muchachas que cumplen quince años piden como regalo nuevas lolas o nueva cola, quizá la manera de ellas de entender cómo se trasciende y se va pareciendo uno a eso que ha querido ser siempre.
“Hablar es una experiencia física, expresarse, un viaje con escollos”, escribe el filósofo Tomás Abraham. ¿Y exponerse? Al parecer no son los actores de teatro, el teatro mismo, quien lidera la experiencia de la exposición. Se exponen, se muestran mucho más ante el espectador cualquiera de los anónimos de Gran Hermano y el mundo de la televisión a través de los programas de chimentos (invitados / ¿artistas? y ¿periodistas?). La periodista Sandra Russo piensa que en Gran Hermano cada vez se expone más el mecanismo de juego “que consiste en ser mirado y escuchado sin interrupción”, personas que quieren entrar al mundo del espectáculo, para ser lindos, ricos y famosos… porque esencialmente no saben hacer nada. La televisión está protagonizada por los realities shows que dejan al teatro mirándose el ombligo e intelectualmente discutiendo su condición de introspección. Sí, vamos al teatro a vivir una experiencia intensa, de concentración profunda, de meditación, aunque las gatas de la casa-estudio de Veronese se acaricien contra nuestras piernas e intervengan en cualquiera de las escenas del espectáculo. Están haciendo teatro, siguen haciéndolo aquellas personas que quieren expresar el miedo tremendo que da el afuera, la vida urbana, las innumerables cajas chinas de difícil cerradura para entrarle a la vida…
Se trata de juegos distintos: el de los “actores” del reality pasa porque “para jugar, hay que ejercer cinismo, hipocresía y vileza. Cuantos mayores sean las cuotas de cada ingrediente, más hábil se considera al jugador. Hay que entregar al amigo, nominar al mejor para que deje el camino libre y despedirlo, si se va, con lágrimas en los ojos”.
Estamos en guerra el teatro y la farsa llamada espectáculo (otro nombre que nos han robado los empresarios). Vivimos actualmente en el teatro y no en el espectáculo una radical condición ideológica, han ido a abrevar los artistas a la filosofía, a las ciencias, a la antropología, para documentar sus poéticas y sostener los cimientos de sus inteligencias.
Se llaman inteligencias los personajes de La paranoia, de Rafael Spregelburd y son tratadas como de género femenino los cinco personajes, aunque veamos a tres hombres junto a dos mujeres en escena. Son ellas, las inteligencias. Este es uno de los teatristas más conceptuales, da gusto leer sus textos de ficción (un constructor de rascacielos) y sus ensayos (sus complejidades), en los que argumenta muy sofisticadamente sus procedimientos. Spregelburd tiene como pocos la capacidad de generar mundos imaginarios (en el espacio, en el tiempo, en los géneros teatrales, en el juego) y más allá, lenguaje. Las inteligencias de La paranoia pueden entenderse como las capacidades siempre vigentes de aprendizaje, de metamorfosis y mutaciones, las del propio Spregelburd. El dramaturgo de la pièce bien faite, el comediógrafo, el guionista, el mejor actor de sus textos, el que presenta y no representa, hasta el punto de ser en esta obra el autor de un culebrón a la manera de la telenovela venezolana, de una trama de ciencia ficción y de una película, y mucho más …

La paranoia

“Mi opción es, generalmente, presentar cuerpos de lenguajes improbables. Todo lenguaje es un conjunto de reglas absolutamente improbables cuya legitimidad está dada por su uso. ¿Cuál es la lógica de la gramática del castellano? Ninguna. Sin embargo, el cuerpo en sí mismo funciona. Entonces, cuando escribo una obra, busco la creación de un lenguaje improbable para luego presentarlo como si fuera absolutamente realista”. Con estas palabras suyas se convocaba en los últimos días a un encuentro con él en la Facultad de Filología de la UBA.
Como en las fotografías de Joan Fontcuberta, en las que el artista manipula la imagen y aparece vestido, por ejemplo, de cosmonauta o terrorista, los personajes de La paranoia son retratados en un submarino para la portada del libro. Fontcuberta es un fotógrafo narrador, creador de ficciones, “detective de la imagen” le llaman. Detective porque muestra “los riesgos de la credulidad en un mundo edificado por toda clase de imágenes”.
“Yo parto de un planteamiento filosófico para el cual la realidad no preexiste a nuestra experiencia, sino que es un efecto de construcción intelectual e ideológica. El fotógrafo, al hacer una imagen, contribuye a esa noción de lo real que tenemos. La idea de ‘documento’ se basa en unas presunciones culturales e históricas controvertibles, nada objetivas, que obedecen a la voluntad de influir en los procesos de comunicación”.
En medio de un comportamiento que es mayoría, un modelo en el que predomina la palabra eficaz hacedora de argumentos y tramas muy urdidas, que se define por la puesta en escena de una dramaturgia escritural, de actores que “ejecutan” el texto ante el auditorio, sorprende encontrarse con Fin de partida. El texto de Beckett llevado a escena por Pompeyo Audivert y Lorenzo Quinteros es respetado y no podemos ver otra cosa que a Beckett. Se crea entonces una zona de extrañeza en torno a la noción de autor pues es más común la reescritura del clásico a la manera Veronese / Chéjov o Bartís / Artl o Sánchez, por lo que este “respetuoso” acercamiento propone un raro paisaje de cadáveres y desechos pero también un mundo clown, de juego y artificio. ¿Qué hay más allá de Beckett entonces? ¿Qué hay más allá del puro texto y sus acotaciones? Cuerpos, actuación. Hay cuerpos que crean ficción, cuerpos que lejos del referente de lo real se quiebran, entonces el mundo físico corporal es más protagonista de la experiencia que el argumento narrado. Cuerpos cargados de energías antiguas, cuerpos lectores, cuerpos parlantes. La retórica puede hallarse entonces más en la danza de las figuras, en la pesadumbre de las pausas y en el encabalgamiento forzado de la relación con el público.

Fin de partida

“Estoy cansado de cómo se hace teatro hoy; de la estructura industrial que ha ido tomando. Los que diseñan, los que piensan, los que mandan, los que obedecen... todo en aras de un teatro eficaz, comercial, aunque al inicio haya sido un proyecto artístico”, dice Lorenzo Quinteros. Pompeyo Audivert cree que Fin de partida “no opera con referencias al mundo exterior: crea su propia consistencia y realidad, y de ese modo se vuelve extrañamiento poético y antihistórico”. Más que a los intelectuales, Beckett referencia aquí a los cartoneros, la gente que vive en las villas de Buenos Aires, su texto es más una obra sensorial, una pieza de música.
Tomás Abraham escribió un controvertido texto sobre Antonio Berni y transcribo aquí un breve fragmento que creo dialoga perfectamente con lo antes anotado; asocio a Juanito Laguna con el niño que crea Beckett (como sujeto omitido) en Fin de partida y que espera afuera, sumido en el sueño:
“Berni quiere un arte sustancial, se siente incómodo en el lugar del artista. Lugar de prestigio y autoridad en un mundo de espectros y danzas patéticas. En un país como el nuestro en los que las formas del sufrimiento humano, las de la pobreza, la miseria, el dolor del hambre, en el que las formas más crueles de la desprotección se meten en la privacidad de los protegidos, la belleza está cuestionada. No duerme tranquila gracias a la distancia y al espacio libre que necesita para ser contemplada. No puede instalarse en una zona sacra como en los países que desplazaron su violencia, racismo y sadismo a otros continentes. Berni inventa a Juanito Laguna en sus paseos en la ciudad. Hoy en día ya ni necesitaría pasear. Junto a Juanito descubre el mundo del deshecho útil. La importancia en nuestras sociedades de la basura. La mete en los cuadros”.
En estos tiempos la economía rige nuestras vidas más que nunca, más allá de las cotizaciones del dólar, la inflación y los quiebres y reajustes gubernamentales, el arte se confronta cada día con más obstinación con su propia sobrevivencia. "Hoy todo lo cultural (y literario) es económico y todo lo económico es cultural (y literario)”. La desmesura y la insensatez de tantos artistas de teatro en Argentina hablan de una vocación a prueba de balas, de imaginar más allá de la prudencia y los tópicos de que hemos sido derrotados o abandonados por el Estado. El tono épico sobreviene aunque algunos artistas hablan de su expresa voluntad de parodiar o de no hacer crítica social ni teatro de contenido político. Un teatro donde vive el actor, en el que las voces se oyen más allá de la dramaturgia. Cuando convierte al público –esa jauría hambrienta de proezas– en audiencia, en hogar, el teatro no me hace sentir una consumidora y pienso que todavía queda bastante fuera de las reglas más voraces e ineludibles del mercado.


(Arteamérica n.18)

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