domingo, 6 de noviembre de 2011

Estreno de "La vida crónica", del Odin teatret-Primera entrega




Juan José Santillán


Holstebro, Dinamarca


Septiembre de 2011




La nieve de cualquier otro invierno. Primer trazo



En la gélida mañana del 5 febrero de 2008, Eugenio Barba convocó a sus actores en la sala azul, la más pequeña de las cuatro que existen en la sede del Odin Teatret, en Holstebro, Dinamarca. Allí les propuso, sin sobresaltos pero con una contundencia abrumadora, el tema del cual se ramificarían las primeras improvisaciones del nuevo espectáculo: el funeral del director. Su propia muerte como hipótesis de trabajo significaba, lejos de un ejercicio autorreferencial, una forma de sacudir el piso de los actores que lo acompañan hace más de cuatro décadas. Con esta situación de base, cada uno de ellos debía construir itinerarios posibles de su memoria personal con el muerto: evocarlo en sus gestos y actitudes, incluso aquellas que dieron forma a sus lugares comunes; decirle cosas que nunca pudieron en vida; reconciliarse o simplemente abrirse a la plenitud de un acto liberador.
Para los actores con mayor experiencia en el Odin como Julia Varley, Roberta Carreri, Tage Larsen, Iben Nagel Rasmussen, Jan Ferslev, Kai Bredholt y Torgeir Wethal, lidiar con tal incentivo como núcleo creativo de un espectáculo fue un peregrinaje con las sombras de su pasado creador. Y el camino prometía no sólo el sacrificio para desmarcarse de sus propios manierismos, sino también la necesidad de atravesar incertezas y reponerse de fieros golpes. En junio de 2010, Torgeir Wethal, actor fundador del Odin, quien se sumó al proyecto en 1964, en Oslo, cuando tenía apenas 17 años, falleció de cáncer. Pocos días antes del final, Torgeir acudía a los ensayos luego de las sesiones de quimioterapia. Su personaje largó el pulso pero un caudal importante de sus acciones fue asimilado en escena por su esposa, Roberta Carreri, y otros actores. Consciente de su final, Torgeir Wethal, no sólo ensayaba lo nuevo sino que, además, ayudó a sus compañeros a realizar los cambios en las obras de repertorio donde participaba con diversos personajes.
Estos fueron algunos trazos en el itinerario de la obra que, durante aquella mañana del 5 febrero de 2008, llevaba el título de XL (Extra Large) pero, con el correr de los meses y de una laboriosa tenacidad, finalmente se llamó: La vida crónica. Un espectáculo que transcurre en 2031, luego de la tercera guerra civil, momento en el cual un chico colombiano viaja a Europa en busca de su padre. Y a través de una constelación inestable de personajes compuesta por una ama de casa rumana, una refugiada chechana, un rockero de las islas Feroe, la viuda de un miliciano vasco, una virgen negra, dos mercenarios, un violinista callejero y un abogado danés, se desata una madeja de preguntas donde la búsqueda del amor, y su contracara de muerte, surgen como contrarios inexpugnables de la condición humana.



Una constelación inestable



Septiembre de 2011. A los 75 años, a un par de horas una de las funciones de La vida… para estudiantes secundarios de Holstebro, a quienes se les pide como paga que vuelquen las impresiones de lo que vieron por correo, Eugenio Barba cuenta que frente a esta nueva creación, giraba alrededor de una pregunta vertebral: “si todavía tenemos la capacidad de inspirarnos recíprocamente en el trabajo –dice-. Las condiciones de nuestro grupo son particulares, ya que somos personas que nos hemos mantenido juntas 47, 45, 40, 35 años. Nos conocemos muy bien y cada uno de los actores también es director, tiene sus proyectos y poseen una personalidad fuerte. Por eso, regresar a una condición de colaboración conmigo, un director que también tiene una personalidad bastante fuerte, podía ser realmente duro. El último espectáculo que habíamos hecho juntos fue en 2004, El sueño de Andersen. Los actores habían tenido problemas porque les resultó duro el espacio escénico, la arquitectura y para algunos fue muy poco inspirador. Hace tres años y medio reuní a mis actores para comenzar los ensayos de La vida crónica. Era importante que tomaran en serio el tema que les propuse, rechazándolo o aceptándolo, pero no podían utilizar viejas técnicas o los clichés que siempre nos acompañan, aunque no queramos utilizarlos. Les pedí que organizaran mi ceremonia fúnebre. Existe una tradición Escandinava llamada “la cerveza funeraria”, que se hace después que el cuerpo fue sepultado, donde familia y amigos se reúnen a comer y beber, mientras hablan del muerto. Y si uno se queda largo tiempo, el alcohol comienza a hacer efecto y todo aspecto triste, lúgubre, trágico, desaparece y salen los recuerdos divertidos, irónicos. De ese modo, todo termina como una pacificación de parte de los presentes con lo que ha sido un gran luto. Esa fue la idea que les transmití el primer día. Les di 10 minutos para prepararse y organizar esa ceremonia mediante una improvisación. Algunos tuvieron graves problemas con el tema, no podían aceptarlo emocionalmente. Julia (Varley) lo rechazó muchísimo, no era un juego sino que le molestaba inmensamente, ya que significaba trabajar con algo ficticio pero que representaba una verdadera tragedia personal. Los demás, aceptaron.

Una de las particularidades de este nuevo espectáculo es la incorporación de la actriz colombiana Sofía Monsalve a un contexto de actores que llevan, cuanto menos, veinte años de trabajo en conjunto. ¿Qué buscabas generar en el grupo al sumar alguien tan joven?
Pienso que siempre es bueno poner un elemento extraño en nuestra dinámica habitual. En El sueño de Andersen fue Augusto Omolú que, por un lado, es un súper experto, un bailarín de alta clase, pero que a nivel de experiencia teatral no sabe nada. Decidí poner a Sofía porque crea un contraste necesario, ya que cuando comenzamos los ensayos contaba sólo con 19 años. Eso creaba una ruptura en la uniformidad generacional con el resto de los actores que tienen entre 50 y 65 años. Luego tuve otra pregunta, ¿cómo arreglar esa diversidad radical desde el punto de vista dramatúrgico? Al comienzo a Sofía no le fue dada la tarea de poner en escena mi funeral, porque para ella soy sólo un hombre, no mucho más. En cambio, para mis actores, que han vivido conmigo cuarenta y pico de años, es toda una parte de su vida la que se muere si yo de veras muero. Sofía tenía que empezar con un texto que le permitiera reflejar su situación, pensé en Juan Rulfo, y el comienzo de Pedro Páramo, que es muy bello. Alguien que llega a un lugar y busca a su padre.
¿Qué te sucedió con esta primera improvisación de los actores sobre tu muerte?
Todos pensaban que quería hacer un espectáculo autobiográfico mientras yo sólo quería observar lo interesante a nivel de materiales. No había en ese momento una historia ni una fábula narrativa. Las primeras cosas que vi no eran para nada interesantes, por eso comencé inmediatamente a poner algunas reglas de juego: que hubiera siempre una música presente o un canto; no podía haber silencio, apenas un actor terminaba otro entraba. Otra regla fue que siempre tenía que estar bailando una pareja, debíamos crear un contrapunto de la acción; después cada actor tenía que traer muchas monedas y cada vez que un compañero hacía algo se le pagaba. Fue muy importante para mí la discrepancia entre Sofía y los viejos. Ahí tuve una asociación: que Sofía había tenido el deseo de trabajar con el Odin, de integrarse y de ser parte de un grupo profesional que imaginé como elegido por la suerte, ya que está constituido por rechazados por la escuela teatral, que habían sido tóxico dependientes, de gente que no tenían ninguna experiencia, pero que se juntaron y trabajando conmigo llegaron a construir una leyenda del teatro contemporáneo, una pedagogía, un modo de pensar y de hacer teatro, y una autonomía de las modas. Y cuando pensaba en ese grupo lo asociaba con el pueblo elegido, con los judíos. Hay un episodio fundamental en la Biblia que cuenta que Dios, Yahvé, hace un pacto con Jacob luego que él lucha y logra vencer a un ángel. Jacob gana la contienda pero queda rengo: esa es la marca de haber sido elegido. Por eso en la obra, gran parte de los personajes, salvo Sofía y la refugiada chechena, son cojos. Pero todo esto no se le explico al espectador. Lo podría hacer pero eso no es para mí hacer teatro, mi interés no es contar una historia, sino llegar a las experiencias que en el espectador están constituidas por alusiones, impresiones, atmósferas y torbellinos emocionales. El teatro me da la posibilidad de crear ese lenguaje o efecto que sólo puede existir si yo interrumpo o quiebro los procesos habituales de comprensión. Lo primero que tengo que lograr es que el espectador no me entienda más, en ese momento puedo operar sobre él a través de efectos de música, de luz, de silencio, todo el dinamismo y la riqueza expresiva. Porque la palabra es tan sólo uno de los tres idiomas del actor, los otros dos son la sonoridad, la manera en que dice el texto, el canto; y sus dinamismos, es decir, su movilidad y acciones físicas. Creemos comprender la realidad alrededor nuestro, tenemos periódicos, expertos que todo el tiempo nos la explican, pero uno lee algo y todo el tiempo dice: “¡es increíble!, cómo es posible que un pueblo como el italiano se deje gobernar por una persona como su primer ministro”. Hay una parte fundamental en nuestra vida y en la estructura de nuestra sociedad que no se deja comprender. Esa zona de lo incomprensible es la que yo quiero que el espectador experimente.

En La vida crónica la figura del padre y del hijo surge en la crudeza de un crisol de situaciones tamizadas, conceptualmente, con lo que Pirandello punteó como humorismo: ese dislocamiento constante de los territorios dramáticos signados por aplicación de los contrastes. En la obra hay otra fuente que vierte contenidos concretos, en particular, en el caso de Vera Dora, la viuda vasca, interpretado por Kai Bredholt quien tomó episodios plasmados por Eugenio Barba en su último libro, Quemar la casa. Orígenes de un director. Este material es un compendio extraordinario de materiales teóricos, anécdotas, reflexiones y experiencias biográficas. Todo hilado en una primera persona que sondea los cimientos de su diversidad como creador. En el libro se diversifican los episodios que son vida en Barba: su formación con Jerzy Grotowski, el desarrollo de este aprendizaje en la fundación del Odin Teatret, en 1964, en Noruega y, dos años después, cuando se instalaron definitivamente en Holstebro. También la creación de la Escuela Internacional de Antropología Teatral (ISTA), en 1980, y sus múltiples sesiones. Pero en Quemar la casa, además, Barba narra fragmentos de su niñez durante la posguerra en el sur de Italia. Bredholt tomó para su personaje un relato acerca del día en que murió su padre, un ex oficial fascista de alto rango. Este episodio da forma a una escena que inicia el espectáculo: la madre le pide a su hijo que busque al médico del pueblo y también una barra de hielo para detener la hemorragia del padre a punto de fallecer. “Para Kai era importante nutrirse de eso, por muchas razones, por su relación conmigo, por esa imagen de esa esposa con un revólver en mano que cuida al marido fascista que está muriendo -cuenta Barba-. Él utilizó esa mujer que, por coincidencia, es mi madre y le dio la posibilidad de construir algunas escenas con hechos y elementos concretos como el hielo. El aspecto autobiográfico no me interesa para nada pero la historia de Kai dio informaciones al proceso que abrieron asociaciones. Cuando descubro que la refugiada chechena (interpretada por Julia Varley) también es viuda, hallo un eje narrativo. Eso me ayuda a construir mi propio subtexto y la manera de contar hechos que, a pesar de no estar conectados según causa y efecto, conviven juntos en la eficacia de la simultaneidad. Uno de los procedimientos conscientes que yo aplico es que al espectador se le escapen las convenciones del teatro.
¿Por qué el padre ha sido una figura recurrente en los espectáculos del Odin Teatret?
En todos nuestros espectáculos, desde Kaspariana (1966), está presente el legado de la generación adulta que debe transmitir, no sólo su experiencia, sino también algunos valores. Eso ha sido fundamental en la manera de construir todos los espectáculos del Odin. Lo ves en Mythos (1998), donde todos los personajes son padres y madres que han traicionado a sus hijos: Medea, Dédalo, Edipo, por ejemplo. Se trata de padres incapaces de hacer crecer la generación a base de valores diferentes. Eso ha sido un leit-motiv de manera implícita en nuestras creaciones, ya que es una parte de mi manera de ver la vida. Cada uno de nosotros tiene una responsabilidad, en parte, hacia lo que yo llamo los antepasados y, en parte también, a los que serán nuestros nietos, que aún no han nacido pero que van a vivir las consecuencias de nuestras decisiones.
Los ensayos de La vida crónica no fueron detenidos, incluso, después de duros reveses como la muerte de Torgeir Wethal o un grave accidente automovilístico de Iben Nagel Rassmusen. ¿Cuál fue el impulso que los hizo seguir en el trabajo?
Cuando comienzo a hacer un espectáculo, todos los primeros meses son muy duros para mí. La única imagen que tengo para asimilar a este proceso es la gestación de un niño por parte de una mujer que ve algo en su cuerpo, que se deforma y cambia, que tiene terror. A la gestación de una obra la vivo con inmensas náuseas todo el tiempo y, es tan fuerte esa sensación física, que ni mi familia ni mis hijos pueden influenciar en lo que vivo durante esos momentos. De modo que, al principio, cuando supe lo de Torgeir, creé las condiciones para que él pudiera estar completamente libre de preocupaciones y mala conciencia en relación a sus compañeros. Por eso cambié todos los espectáculos del Odin: para que él no tuviera la sensación de que era débil y de esa manera obligaba al teatro a parar. Por eso lo primero que hice fue interrumpir los ensayos, intenté dar a Torgeir la posibilidad de curarse y, al mismo tiempo, al Odin, de sobrevivir. Creo que es la vida la que hay que subrayar, no la muerte. Si alguien está muriendo no es sobre eso en lo que debes concentrarte sino en lo que está vivo cerca de él. Para mí el espectáculo era el trigo que estaba bajo tierra y que debía subir a la luz. Claro que fue muy duro a nivel personal pero eso no influenció para nada el trabajo. Se daban situaciones particulares durante el último tiempo. Nosotros teníamos dos versiones de La vida crónica, una donde Torgeir estaba presente, nosotros conservamos esa parte de los ensayos donde él había participado y se reconocía pese a que en un momento sabíamos que lo suyo era irreversible. Teníamos, además, otra versión del espectáculo sin él, que después de algunos meses se había desarrollado. Así que para todo el grupo fue tremendamente difícil. Hubo situaciones grotescas, una mezcla de trágico y cómico porque Torgeir, a causa de su cáncer, no lograba recordar algunas cosas, entonces Roberta u otro compañero le decía a Torgeir lo que debía hacer. Pero eso le pasaba también a los compañeros porque ellos tenían dos versiones de la obra y todo el tiempo se mezclaban. Todos nos reíamos de ese caos y esa vitalidad se ha quedado para mí como la manifestación más bella de vida durante este período. La vida no es solo trágica o alegre, es también el gran abrazo de una pareja apasionada, donde a veces no sabes de quién es este brazo y aquel pie. También hubo otra cosa importantísima: cuando uno de nosotros se concentra y pone su atención al máximo sobre algo, no puede pensar en otra cosa. Si piensas cómo solucionar los problemas del trabajo, arreglar una escena, no puedes pensar en un compañero que está muriendo. Esto ha sido un enorme apoyo y ayuda para los actores del Odin durante un período de intenso trabajo: el poner todos los esfuerzos en solucionar los problemas del espectáculo, los ensayos, hacían que uno pudiera no aguantar al mismo tiempo la conciencia de lo que le estaba pasando a Torgeir.

La vida crónica salió de Holstebro y continúa su viaje. Actualmente una gira por Italia y Polonia. Durante febrero de 2012 la obra realizará funciones en París, en La Cartoucherie, de Arianne Mnouchkine y el Théatre du soleil. En tanto que el Teatro de la Abadía, de Madrid, cobijará la obra del 16 al 27 de mayo.

jueves, 21 de abril de 2011

Hacia los 50 años del Odin Teatret

Por Omar Valiño


Ya está en Bogotá el Odin Teatret. Presenta en la capital colombiana El sueño de Andersen, un espectáculo que, por sus dimensiones, han podido mover relativamente poco por el mundo, como es su itinerante costumbre. Andersen es el gran pórtico de un enorme evento que se abre esta semana en Cali en torno al grupo internacional asentado en Dinamarca. Con el intenso programa de talleres, seminarios, demostraciones, espectáculos y encuentros que lo integra, se inician las celebraciones camino al cincuentenario del colectivo. El pequeño texto, que va a continuación, se publicará en una revista que intenta repasar los vínculos entre la América Latina y el Odin, de treinta y cinco años ya, y que se presentará en medio del jolgorio.
Los próximos días me dejarán allí muchos intersticios para nuevos comentarios.

Cabalgar un relámpago

Hace poco Eugenio me escribía sobre cómo los libros suyos que nuestra Casa Editorial Tablas-Alarcos ha publicado en Cuba, trazarían, cual diminutas islas flotantes, un puente imaginario sobre el mar. Quizás esa imagen sintetiza mi relación personal y profesional (al caso la misma), y la de mi equipo, con Eugenio Barba y el Odin Teatret, últimos herederos de las vanguardias del novecientos. No será aquí, por lo apretado del espacio, donde yo la cuente, pero sí donde afirme que la utopía del grupo como núcleo de irradiación teatral y cultural, como responsable de la herencia, en permanente proceso de formación y aprendizaje y el actor entrenado, consciente y comprometido, han sido, en su prédica y en su ejemplo, un referente para buena parte del teatro de la América Latina, al tiempo que ellos aprendieron a amar nuestras luchas. De ahí su saldo más trascendente en lo profesional y en lo humano: la creación, cultivo y sostenimiento de una amplia, rica y poderosa familia teatral intercontinental asentada sobre una práctica de comunismo primitivo que, con su grupo, Eugenio reconstruyó en fecha muy temprana ante el fracaso de los grandes proyectos. Como respuesta, soñó una microhistoria y la convirtió en palanca de una revelación mayor.

Festival de Teatro en Cali: autorreconocimiento y desarrollo


El VII Festival Internacional de Teatro de Cali es una puerta abierta al conocimiento del teatro colombiano, especialmente al caleño, y un gran espacio de aprendizaje gracias a la presencia, a tiempo completo, del Odin Teatret y su director, Eugenio Barba. En sus poco más de diez años y con frecuencia bienal, el evento ha realizado una tácita contribución al autorreconocimiento local y al desarrollo de sus propias fuerzas, en primerísimo lugar porque su organización parte de los propios liderazgos escénicos asentados en la ciudad. Y nadie sabrá más qué necesita el teatro de Cali que sus protagonistas.
Los inicios de la cita han sido marcados por varios montajes de los grupos del patio, sobre los que debemos volver en una próxima contribución. En tanto, el gran colectivo internacional radicado en Dinamarca arribó a Cali después de sepultar, en Bogotá, su espectáculo El sueño de Andersen, al cabo de 211 funciones en poco más de seis años de navegación por todo el mundo, treinta y cuatro de ellas en América Latina —Andersen merece también un mesurado acercamiento—. Ahora el Odin desgrana aquí, en el temprano comienzo de las celebraciones por su medio siglo de vida, el resto de su amplio repertorio y despliega todo su arsenal pedagógico. Viejas y nuevas propuestas en este segmento resultan siempre un estímulo a la imaginación creadora, a la invención técnica, al compromiso ético con el oficio y, a lo esencial para mí: la actitud frente al arte y la vida.
No puedo cerrar estas primeras líneas sin mencionar la visita al Teatro Experimental de Cali (TEC), ese templo desde el cual el maestro Enrique Buenaventura ejerció una influencia decisiva para que podamos hablar, desde hace tiempo, de teatro latinoamericano. Así como sus cenizas no están enterradas, sino sembradas al pie de su árbol de mango, en el centro mismo del patio del TEC, así supongo las siembras de estas jornadas de teatro en esta cálida ciudad colombiana.

(Tomado de La Jiribilla)